ABC. Hace cincuenta años, de pronto, llovió el 31 de mayo, con esa poca vergüenza que tienen las primaveras para trastocar todos los planes humanos. Cincuenta años después, exactamente ayer, cayó un sol de justicia pura y abrasante sobre las miles de almas que se arremolinaron en torno a la Esperanza Macarena, que se enfrentó a una maratoniana jornada de devociones desbordadas. Ella es algo que sucede, como un don, que te atrapa para que la sigas, la rodees, la acompañes y no puedas dejarla cuando se echa a la calle.
Ayer, en el colofón del brillante aniversario del cincuentenario de su coronación canónica fue como si de verdad el tiempo se detuviese para que las horas que pasaban fueran entelequia, pura fábula, para que el tiempo se evaporase desde que asomó su palio por la Puerta de los Palos catedralicia, después de acercarse hasta la reja de la capilla Real y colocarse frente a frente a la Virgen de los Reyes, hasta que haya llegado a su basílica esta mañana. Cuando Ella y Sevilla han querido.
Sin tiempos que contar
¿Tiempos? ¿horarios? Ayer no existían. La única «prisa» era llegar a la hora de la misa estacional a la Plaza de España del macareno Aníbal González, que ayer murió hace ochenta y cinco años, donde hace medio siglo, iba a celebrarse la coronación, que, frustrada por la lluvia, se recompuso en la Seo. Por ello, esa espina clavada en los corazones macarenos, muchos de ellos ya desaparecidos, se diluyó en la espectacular misa estacional, presidida por el arzobispo, monseñor Juan José Asenjo, a la que asistieron más de 13.000 personas, en un espacio salpicado de sombreros, sombrillas e incluso paraguas, además de mantillas blancas de celebración de gloria, entre las se colaron algunas negras pasionista.
Marchas, música, estrenos como la sinfonía y la misa de Alberto Barea, director de la Coral Polifónica Macarena, dirigiendo la orquesta sinfónica creada extraordinariamente para esta ceremonia religiosa impar, en la que la cantaora granadina cantó «Esperanza y Macarena», la copla de la inolvidable Juanita Reina. Y «Suspiros de España» cuando la Virgen dejaba la Plaza para dirigirse al Rectorado, de donde salió, rodeada de una multitud hacia la Ronda Histórica y la capilla de los Negritos, como primer hito de la segunda parte de la jornada. Quedaban la tarde, la noche y la madrugada para seguir estando con Ella en las calles de la Sevilla Macarena que sacó mantones y colchas, que se adornó para su paso, y que la esperaba en su barrio con una pancarta de «Bienvenida a casa, vecina», entre guirnaldas de flores de papel.
La casita natal de Santa Ángela de la Cruz, la basílica de María Auxiliadora, San Julián precedieron a la entrada de la Esperanza en su casa. Y gente, multitudes, que en este mayo macareno ha visto a la Virgen.
El reloj podría volver hacia atrás y correr a la vez hacia otros cincuenta, cien años, en el pecho de la que «igual que ayer permance» en ese siempre móvil e inmóvil que envuelve a la Macarena, ese Todo humanamente indescifrable con el que gana para siempre a todo el que se acerque a Ella.
La memoria de los años
Era ayer día nuevo y memoria de los años, sentimientos que nacían y recuerdos, en los que la Hermandad, en sus detalles, rememoraba el tiempo pasado mientras se dirige hacia el futuro. Porque la memoria histórica no se olvidó ayer. Las mariquillas de Joselito, una frente a cuatro; la pluma de Muñoz y Pabón, las azucenas blancas, como las de las Hermanas de la Cruz, y el fajín y la Cruz Laureada del general Queipo de Llano, al que la Hermandad le entregó la corona de oro en tiempos de la guerra civil. Y llevaba esos presentes como los llevó hace cincuenta años, sin provocación, poniendo en la calle y la memoria una visión, una estampa perfecta del verso de Caro Romero que nunca se apea de la realidad «Igual que ayer permanece». Porque el ayer y el hoy son Ella y Sevilla.