Eduardo Velo. Era un gran reto, había que, en mundo lleno de tantas oscuridades, llenar la ciudad de la luz que irradia la Madre de Dios y se consiguió. Todo un derroche de arte y hermosura se puso en la calle, catorce altares itinerantes en honor de la más bienaventurada de las criaturas.
La ciudad hecha santuario mariano en una protestación de fe que quedará para la historia. Los cofrades pusimos todo lo que estaba a nuestro alcance para que quienes se encontraran aquel día con María se enamoraran de Ella.
Desde lo que me toca puedo decir que nuestra Hermandad lo consiguió, lo veía en cada mirada cuando el paso se nos acercaba, en los rostros de los costaleros cuando esperaban ansioso su relevo, en los gestos de felicitación que recibí de Hermanos Mayores y cofrades en general; lo presentía en los cánticos de alabanza que nos deleitaron durante los traslados, en el momento cumbre de la Alameda Vieja, en el colofón al recorrido oficial con aquel guiño al pasado de la marcha que dedicó el maestro Orellana a Nuestra Madre, precisamente cuando se cumplen 25 años de su composición y que sirvió, también, como homenaje a cuantos cofrades lauretanos gozan ya de esos Viernes Santos eternos junto a la Virgen de Loreto. Enamoró la llegada al barrio con esa calle Antona de Dios llena de cirios, encendidos y perfectamente alineados, en el crepúsculo de una jornada memorable mientras el “Hija de Sión” nos elevaba el espíritu. Y por último la recogida solemne, mágica, perfecta, sublime, sobrecogedora, como el Viernes Santo hasta la explosión de la luz que había dado sentido a esta procesión extraordinaria.
Y en el centro de todo Ella con su enorme majestad, con su cara divina, con su porte de reina, con todo lo inexplicable que le rodea y que le hace ser única, incomparable, portentosa, Señora de la Natividad y de una cofradía que la quiere hasta límites insospechados. Una cofradía que supo estar a la altura de las circunstancias, con la misma impronta que se planta cada Viernes Santo en la Carrera Oficial, con el mismo sello que enamora a los paladares exquisitos de Jerez y a todos aquellos que saben mirar más allá de su sombra. Cortejo clásico, elegante y señorial, trajes oscuros, ropones y sobrepellices, atuendos de servidores a los pies de la Señora y atuendos reales de los más exquisitos de la ciudad para la Reina de los cielos. Una Reina de los cielos que enamoró a Jerez, que fue una vez más el contrapunto a una jornada llena de detalles cofrades pero que debía alejarse bastante de una Semana Santa de muerte y penitencia para convertirse en un estallido de luz por la gloria que nos vino de la Resurrección.
Nuestra Hermandad ha vuelto a hacer historia, en nuestras retinas quedan tantos reflejos que difícilmente se nos olvidaran, serán uno de tantos estímulos para continuar este camino imparable hacia los más altos parajes estéticos y devocionales. La prueba está superada brillantemente y todo gracias a una Madre que un día enamoró a unos hijos y hoy sesenta años después sigue enamorando a todo el que se acerca a Ella con espíritu de servicio y de amor a Dios.
Bendita sea su pureza y eternamente lo sea, pues ya no solo todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza. A ti, celestial princesa, Virgen sagrada María, yo, con mis hermanos, te hemos ofrecido en este día alma, vida y corazón, y te pido con fervor, no nos dejes, Madre mía, sigue llenándonos de Tu inmenso amor.