Mateo López. Al hilo de los últimos acontecimientos acaecidos en torno al mundo de las Hermandades y Cofradías de nuestra ciudad, se me viene a la mente algo que contaba Salvador de Madariaga en uno de sus libros, un sucedido de los años 30 en el que un terrateniente mandaba al capataz de su cortijo a la plaza del pueblo, para entregar un duro a los numerosos jornaleros en paro que allí se encontraban, con el fin de que estos votaran en las elecciones al partido al que el susodicho señorito pertenecía.
Conforme se iban entregando los duros, uno de los jornaleros lo arrojó al capataz diciéndole: “EN MI HAMBRE MANDO YO”.
Las Hermandades obviamente, no son ajenas a los recios tiempos que corren; también sufren en sus carnes los envites de la brutal crisis económica y no económica que soporta nuestra sociedad, por ser como son, parte consustancial de ésta y porque quienes las componen no son extraterrestres que aparecen por nuestras calles los días pasionales, sino que son unos conciudadanos más, que viven y sufren el cruel día a día que padece nuestra tierra.
Pero detengámonos a pensar un momento. Hagamos un ejercicio de utopía. ¿Y si probásemos a evocar valores enterrados hace ya demasiado tiempo en nuestra actual sociedad? Valores como el honor, el orgullo, la honradez, la conciencia, la decencia, la dignidad… Valores que nadie puede negar, han desaparecido producto del despreciable afán económico y de un supuesto bienestar, para nosotros y nuestras familias, que luego resulta que no llega a tanto.
¿Y si nos diésemos el gustazo de arrojar el duro a la cara del cacique de turno, aunque hubiera quien arrastrando la panza lo recogiera miserablemente cual reptil repugnante? ¿Y la satisfacción de observarlo desde la atalaya de nuestra propia dignidad? Quijotesco, pero, ¿por qué no recuperar también lo quijotesco que tanto marcó nuestra idiosincrasia? Darnos el deleite personal de, por un instante al menos, sentirnos orgullosos y dignos, durmiendo con el estomago menos lleno pero con una conciencia plena de gozo.
Por otro lado, no tiene precio observar, el desconcierto absoluto que produce en aquel que piensa que todo en esta vida se consigue y se compra con el vil metal, porque es al señor que verdaderamente adoran.
Despertemos de la utopía, vivimos demasiado pegados a lo terrenal, olvidando al que siempre se olvida, y cada vez más. Sí, olvidamos a Dios Todopoderoso, que desde el libre albedrío de los seres humanos, es quien finalmente marca los designios de todos nosotros; ejemplos hay de sobra que lo demuestran.
A mí por lo menos me gustaría llegarle al tacón a aquel jornalero, que a pesar de vivir sumido en la más profunda miseria, no vendió su dignidad por dinero.
miércoles, 1 de febrero de 2012
"En mi hambre mando yo..."
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