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lunes, 5 de septiembre de 2011

La comunión de las iglesias

Francisco C. Aleu. Me resisto a dejar pasar la posibilidad de iniciar el curso cofradiero sin antes atender a lo ocurrido hace apenas unas semanas en Madrid con ocasión de la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ). No se trata ya de aludir a los desagradables incidentes provocados por una pandilla de indeseables a quienes el paso del tiempo va colocando en el lugar que merecen. La reflexión tiene clave doméstica.



Tuve la suerte de asistir en Chapín a la vigilia previa a la marcha de los peregrinos a Madrid e incluso de seguir por la televisión el final de la eucaristía que -también en el estadio- presidió el Santísimo Cristo de la Exaltación. Me sorprendió el escaso peso que tanto en una como en otra celebración tuvo el movimiento cofradiero de Jerez y su diócesis. No sé si nos excluyeron o si fuimos nosotros mismos quienes no nos dimos por invitados. Es posible que fuera lo segundo, pero tampoco descarto que hubiera algo de lo primero.



Luego vino lo de Madrid, un acontecimiento sin duda histórico que uno nunca podrá ponderar en su justa medida por no ser testigo presencial de los hechos, pero que desde la distancia me dejó una sensación muy similar.

Justo ahora que se caen las caretas de los intransigentes tanto tiempo disfrazados de laicos, bueno sería admitir que uno de los retos que se plantea a la Iglesia del siglo XXI no es ya el de acercarse a otras religiones o culturas. Al menos aquí, en este rincón del sur, el reto de verdad pasa por lograr la comunión de estas dos iglesias que parecen haber tomado senderos paralelos.



Los enemigos de la Iglesia no son quienes corretean a jóvenes peregrinos por las bocas del Metro madrileño. Ni siquiera esos que se colocan detrás de una pancarta. Los enemigos de verdad somos nosotros mismos. Los unos y los otros. Esas dos iglesias que caminan por separado y cuya comunión se antoja tan difícil como la del agua y el aceite.



Ese es el reto que debe afrontar nuestra Iglesia, la de aquí, la que tiene su sede en la plaza del Arroyo. No se trata de cambiar la careta en función del auditorio. No se trata siquiera de adecuar el mensaje a las circunstancias. El desafío es mucho más complejo: se trata de lograr la plena comunión de las dos iglesias diocesanas, que no pueden caminar por separado en un tiempo de tanta hostilidad.

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